De un día triste en donde me tuve que comer la intolerancia….

Hacer rato, escribí algo que surgió de mi habitual sarcasmo y ácido sentido de humor, escribí algo así como
“Si existe algo parecido a un Dios, está poniendo a prueba mi tolerancia y mi amor por la humanidad, a pesar de la discapacidad intelectual de una gran mayoría de esta”


Pero… Es verdad. Me parece, lo menos, preocupante que 5 mil años de civilización occidental no sirvan para nada, que no hayamos entendido donde radica la esencia de las cosas, que aquellos que se llaman religiosos y sobre todo, los que se llaman cristianos no acaten una de las enseñanzas más claras e importantes de su maestro “Ama a tu prójimo como a ti mismo” no dice, “a todos menos a los homosexuales” “a todos menos a los gays” “sólo amarás a los que son de familias “tradicionales”” No, no lo dice, dice a tu prójimo, a ese, al de tu lado, al gay, al borracho, al buen padre, al irresponsable, al que sea, al que está junto a ti, te guste o no, comulgues o no con él, te manda “AMAR”.


Uno de los libros fundamentales en mi formación y mi vida es “En que creen los que no creen” (Umberto Eco, Carlo María Martini ed. Taurus, México, 1997) Es un intercambio epistolar entre el gran pensador Eco y el Obispo de Milán, este intercambio se dio en una revista, después se compiló y se editó este libro.


Reproduzco íntegro el último texto de este libro, la carta de Umberto Eco en respuesta a Martini, éste, en su carta anterior, postula que no puede existir ética sin una base religiosa, no concibe la moral sin el temor a Dios, Eco, genial como siempre, revira y diserta sobre la moral laica, la que se funda y se basa en “el otro” en el respeto al otro.


Se que casi nadie leerá todo este chorizo, son 6 cuartillas y no es fácil, lo sé, pero creo que por eso hay marchas como las de hoy, porque no leemos, sólo nos quedamos en la superficie. Hoy fue un día triste.


Cuando entra en escena el otro.



Querido Cario María Martini:


Su carta me saca de un grave apuro para ponerme en otro igual de grave. Hasta ahora he sido yo (no por decisión mía) el que debía entablar el discurso, y quien habla el primero fatalmente interroga esperándose que el otro responda. De aquí́ mi apuro, al sentirme inquisitorio. Y he apreciado mucho la decisión y la humildad con la que usted, y tres veces, ha desmitificado la leyenda según la cual los jesuitas contestarían siempre a una pregunta con otra pregunta.
Ahora, sin embargo, me veo apurado por tener que contestar yo a su pregunta, porque mi respuesta seria significativa si hubiera recibido una educación laica; y, en cambio, recibí́ una fuerte impronta católica hasta (para marcar el momento de una fisura) los veintidós años. La perspectiva laica no ha sido, para mí, una herencia absorbida pasivamente, sino el fruto, muy combatido, de una larga y lenta mutación, y algo siempre dudas de si algunas de mis convicciones morales dependerán todavía de una impronta religiosa que me marcó en los orígenes. Entrado ya en años, vi (en una universidad católica extranjera que recluta también profesores de formación laica, a los que les pide, a lo sumo, manifestaciones de respeto formal durante los rituales académico –religiosos) a algunos de mis colegas acercarse a los sacramentos sin creer en la Presencia Real, y, por lo tanto, sin haberse ni si- quiera confesado. Con un estremecimiento, al cabo de tantos años, advertí́ aún el horror del sacrilegio.
Sin embargo, creo poder decir en qué fundamentos se basa hoy mi «religiosidad laica», porque creo firmemente que hay formas de religiosidad y, por ello, sentido de lo sagrado, del límite, de la interrogación y de la espera, de la comunión con algo que nos supera, incluso faltando la fe en una divinidad personal y providente. Pero esto, comprendo por su carta, también lo sabe usted. Lo que usted se pregunta es qué hay de vinculan- te, fascinante e irrenunciable en estas formas de ética.
Quisiera abordar el asunto de lejos. Algunos problemas éticos se me han vuelto más claros al reflexionar sobre algunos problemas semánticos; y no se preocupe usted si alguien dice que hablamos difícil: la «revelación» mediática, previsible por definición, podría haberle alentado a pensar demasiado fácil. Que aprendan a pensar difícil, porque ni el misterio ni la evidencia son fáciles.
Mi problema consistía en si existen «universales semánticos», esto es, nociones elementales comunes a toda la especie humana, que pueden ser expresadas por todas las lenguas. El problema no es tan obvio, desde el momento en que se sabe que muchas culturas no reconocen nociones que a nosotros nos resultan evidentes: por ejemplo, la noción de substancia a la que pertenecen determinadas propiedades (como cuando decimos que ·«la manzana es roja») o la de identidad (a =a). Con todo, me he convencido de que existen, ciertamente, nociones comunes a todas las culturas, y de que todas se refieren a la posición de nuestro cuerpo en el espacio.
Somos animales de postura erguida, por lo que resulta fatigoso permanecer mucho tiempo cabeza abajo y, por lo tanto, tenemos una noción común de «arriba» y de «abajo», tendiendo a privilegiar lo primero sobre lo segundo. De la misma manera, tenemos nociones de una derecha y de una izquierda, del estar parados o del andar, del estar erguidos o tumbados, del arrastrarse o del saltar, de la vigilia y del sueño. Como poseemos extremidades, todos sabemos lo que significa golpear una materia resistente, penetrar una substancia blanda o liquida, machacar, tamborilear, batir, patear, quizá́ incluso danzar. La lista podría seguirse sin fin, pues abarca el ver, el oír, comer o beber, ingerir o expeler. Y ciertamente cada hombre tiene nociones de lo que significa percibir, recordar, experimentar deseo, miedo, tristeza o alivio, placer o dolor, y emitir sonidos que expresen estos sentimientos. Por lo tanto (y se entra ya en la esfera del derecho), se tienen .concepciones universales sobre la constricción: no se desea que alguien nos impida hablar, ver, escuchar, dormir, ingerir o expeler, ir adonde se nos antoje; sufrimos si alguien nos ata o nos obliga a la segregación, nos golpea, hiere o mata, nos somete a torturas físicas o psíquicas que disminuyen o anulan nuestra capacidad de pensar.
Y conste que hasta ahora he puesto en escena sólo a una especie de Adán bestial y solitario, que todavía no sabe qué es la relación sexual, el placer del dialogo, el-amor por los hijos, el dolor por la pérdida de una persona amada; pero ya en esta fase, al menos para nosotros (si no para él o para ella), esta semántica se ha convertido en la base para una ética: ante todo, debemos respetar los derechos de la corporalidad ajena, entre los cuales debemos incluir el derecho de hablar y pensar. Si nuestros semejantes hubieran respetado estos «derechos del cuerpo», no habríamos tenido la degollación de los Inocentes, los cristianos en el circo, la noche de San Bartolomé́, los autos de fe, los campos de exterminio, la censura, los niños en las minas, los estupros de Bosnia.
Ahora bien, ¿de qué manera el bruto (o la bruta) todo estupor y ferocidad que acabo de poner en escena, aun elaborando inmediatamente su repertorio instintivo de nociones universales, puede llegar a entender, no sólo que desea hacer ciertas cosas y que no desea que se le hagan otras, sino también que no debería hacer a los demás lo que no quiere que le hagan a él? Porque, y por suerte, el Edén se puebla pronto. La dimensión ética empieza cuando entra en escena el otro. Toda ley, moral o jurídica, regula siempre relaciones interpersonales, incluidas las relaciones con ese Otro que la ley la impone.
También usted atribuye al laico virtuoso la convicción de que el otro está en nosotros. Pero no se trata de una vaga propensión sentimental, sino de una condición «fundadora». Como ·nos enseñan incluso las más laicas entre las ciencias humanas, es el otro, es su mirada, lo que nos define y forma. Nosotros·(así́ como no conseguimos vivir sin comer o sin dormir) no conseguimos entender quienes somos sin la mirada y la respuesta del otro. Incluso el que mata, estupra, roba atropella, lo hace en momentos excepcionales, pero el resto de su vida se lo pasa mendigando de sus semejantes aprobación, amor, respeto, encomio. E incluso a los que humilla les pide el reconocimiento del miedo y de la sumisión. A falta de este reconocimiento, el recién nacido abandonado en la jungla no se humaniza (o, como Tarzán; busca a toda costa al otro en el rostro de un mono), y podríamos morir o enloquecer si viviéramos en una comunidad donde todos hubieran decidido sistemáticamente no mirarnos jamás y portarse como si no existiéramos.
¿Cómo es posible entonces que haya o haya habido culturas que aprueban la matanza, el canibalismo, la humillación del cuerpo ajeno? Sencillamente, porque restringen el concepto de «otros» a la comunidad tribal (o a la etnia) y consideran a los «bárbaros» como seres deshumanos; tampoco los cruzados sentían que los infieles fueran un prójimo al que debían amar excesivamente. Y es que el reconocimiento del papel que desempernan los demás, la necesidad de respetar en ellos esas exigencias que consideramos irrenunciables para nosotros, es el producto de un crecimiento milenario. También el mandamiento cristiano del amor se enuncia, y se acepta a duras ,penas, sólo cuando los tiempos están maduros.
Pero usted me pregunta: esta conciencia de la importancia del otro, ¿es suficiente para darme una base absoluta, una fundación inmutable para una conducta ética? Bastaría con que le respondiera que tampoco los que usted define «fundamentos absolutos» impiden a muchos creyentes pecar sabiendo que pecan, y el discurso se acabaría ahí́: la tentación del mal está presente incluso en quien tiene una noción fundada y revelada del bien. Y le quiero contar dos anécdotas que me han dado mucho que pensar.
Una concierne a un escritor, que se proclama católico (aunque sui generis), cuyo nombre no digo únicamente porque me dijo lo que voy a citar en una conversación privada y yo no soy un sicofante. Era en tiempos del Papa Juan XXIII y mi anciano amigo, alabando con gran entusiasmo sus virtudes, dijo (con evidente intento paradójico):
-Juan XXIII debe de ser ateo. ¡Sólo uno que no cree en Dios puede querer tanto a sus semejantes!
Como todas las paradojas; también ésta contenía un germen de verdad: sin pensar en el ateo (figura cuya psicología se me escapa, porque kantianamente no veo cómo se puede no creer en Dios, y considerar que no puede probarse su existencia, y luego creer firmemente en la inexistencia de Dios, considerando poderla probar), me parece evidente que una persona que nunca ha tenido la experiencia de la trascendencia, o que la ha perdido, puede darle un sentido a la propia vida y a la propia muerte, puede sentirse confortado sólo por el amor hacia los demás, por el intento de garantizarle a algún semejante una vida vivible incluso después de haber desaparecido él. Desde luego, existe también quien no cree y, aun así́, no se preocupa de darle sentido a la propia muerte; pero existe también quien dice que cree y, aun así́, estaría dispuesto a arrancarle el corazón a un niño vivo con tal de no morir. La fuerza: de-una ética se juzga por la conducta de los santos, no de los insipientes cujus deus venter est.
Y llego a la segunda anécdota. Yo era todavía un joven católico de dieciséis años, y resulta que me enzarcé en un duelo verbal con un conocido mío mayor que yo, que tenía fama de «comunista·», en el sentido que tenia este término en los terribles años cincuenta. Y, como me estaba provocando, le. planteé la pregunta decisiva: ¿Cómo podía, él que no creía, darle un sentido a esa cosa, de otro modo tan insensata, que habría sido la propia muerte? Y él me contestó:
-Pidiendo; antes de morir, que me entierren con un funeral civil. De esta forma, yo ya no estaré́, pero les he dejado a los demás un ejemplo.
Creo que también usted puede admirar la fe profunda en la continuidad de la vida, el sentido absoluto del deber que animaba aquella respuesta. Y es el sentido que ha empujado a muchos no creyentes a morir bajo tortura con tal de no traicionar a los amigos, a otros a dejarse apestar para curar a los apestados. Y es, a veces, lo único que empuja a un filósofo a filosofar, a un escritor a escribir: dejar un mensaje en la botella, para que de alguna manera aquello en lo que se creía, o que nos parecía hermoso, pueda ser creído o les parezca hermoso a los que vendrán.
¿Es ese sentimiento verdaderamente tan fuerte como para justificar una ética tan determinada e inflexible, tan sólidamente fundada como la de los que creen en la moral revelada, en la supervivencia del alma, en los premios y en los castigos? He intentado basar los principios de una ética laica en un hecho natural (y, como tal, para usted también resultado de un proyecto divino) como nuestra corporalidad y la idea de que nosotros sabemos instintivamente que tenemos un alma (o algo que desempeña esa función) sólo en virtud de la presencia ajena. Donde se ve que lo que he definido como «ética laica» es, en el fondo, una ética natural, que ni siquiera el creyente desconoce. El instinto natural, llevado a justa maduración y autoconciencia, ¿no es un fundamento que da suficientes garantías? Desde luego, podemos pensar que no es suficiente acicate a la virtud; «total», puede decir quien no cree, «nadie sabrá́ del mal que secretamente estoy haciendo». Ahora bien, y esto creo que merece cierta atención, el que no cree considera que nadie lo observa desde arriba y, por lo tanto, sabe también que -precisamente por eso ni siquiera hay Alguien que pueda perdonar. Si sabe que hizo el mal, su soledad no tendrá́ limites y su muerte será́ desesperada. Lo que ensayará entonces, más que el creyente; será́ la purificación de la confesión pública, pedirá́ el perdón de los demás. Esto lo sabe, desde lo más íntimo de sus fibras, y, por lo tanto, sabe que deberá́ perdonar a los demás con antelación. Si no, ¿cómo podríamos explicarnos que el remordimiento sea un sentimiento advertido incluso por los no creyentes?
No quisiera que se instaurase una oposición tajante entre quienes creen en un Dios trascendente .y quienes no creen en ningún principio supraindividual. Quisiera recordar que precisamente a la ética está dedicado el título del gran libro de Spinoza, que empieza con una definición de Dios como causa de sí mismo. Salvo que esta divinidad espinosiana, bien lo sabemos, no es ni trascendente ni personal: con todo, también de la visión de una grande y única substancia cósmica en la que un día seremos reabsorbidos puede emerger una visión de la tolerancia y de la indulgencia, justamente porque todos estamos interesados en el equilibrio y en la armonía de la única substancia. Lo estamos porque, de alguna manera, pensamos que es imposible que esta substancia no sea enriquecida o deformada por lo que en los milenios también nosotros hemos hecho. De suerte que, osaría decir (no es una hipótesis metafísica, es sólo una tímida concesión a la esperanza que nunca nos abandona), también en esa perspectiva se podría volver a proponer el problema de alguna forma de vida después de la muerte. Hoy en día, el universo electrónico nos sugiere que pueden existir secuencias de mensajes que se transfieren de un soporte físico a otro sin perder sus características irrepetibles, y parecen sobrevivir incluso como puro e inmaterial algoritmo en el instante en el que, abandonado un soporte, todavía no se han impreso en otro. Y quién sabe si la muerte, en vez de implosión; será́ explosión, y molde, en algún lugar, entre las vorágines del universo, de ese software (que otros llaman «alma») que hemos elaborado viviendo, formado también por recuerdos y remordimientos personales, y, por tanto, sufrimiento irremediable, o sensación de paz por el deber cumplido, y amor.
Pero usted dice que, sin el ejemplo y la palabra de Cristo, cualquier ética laica carecería de una justificación de fondo dotada de una fuerza de convicción ineludible. ¿Por qué sustraerle al laico el derecho de servirse del ejemplo de Cristo que perdona? Intente aceptar, Cario María Martini, por el bien de la discusión y del debate en el que cree, aun por un solo instante, la hipótesis de que Dios no es: que el hombre aparece en la tierra por un error del azar inepto, entregado a su condición de mortal y condenado a tener conciencia de ello, y por eso es imperfectísimo entre todos los animales (y permítame el tono a lo Leopardi de esta hipótesis). Este hombre, para encontrar el valor de aguardar la muerte, se con- vertería necesariamente en animal religioso, y aspiraría a construir narraciones capaces de darle una explicación y un modelo, una imagen ejemplar. Y entre las muchas que consigue imaginar -algunas fulgurantes, algunas terribles, algunas patéticamente consolatorias - al llegar a la plenitud de los tiempos, tiene entonces la fuerza, religiosa, moral y poética, de concebir el modelo del Cristo, del amor universal, del perdón de los enemigos, de la vida ofrecida en sacrificio para la salvación ajena.
Si yo fuera un viajero que llega de lejanas galaxias y me encontrara ante una especie que ha sabido proponerse este modelo, admiraría subyugado tanta energía teogónica, y juzgaría a esa especie miserable e infame, que tantos horrores ha cometido, redimida por el solo hecho de haber conseguido desear y creer que todo ello es la verdad.
Abandone ahora la hipótesis y déjesela a otros: pero admita que si Cristo fuera tan sólo el tema de un gran relato, el hecho de que este relato haya podido ser imaginado y deseado por bípedos implumes que saben sólo que no saben, sería tan milagroso (milagrosamente misterioso) como el hecho de que el hijo de un Dios real se haya encarnado de verdad. Este misterio natural y terreno no cesaría de turbar y ennoblecer el corazón de quien no cree.
Por eso considero que, en los puntos fundamentales, una ética natural -respetada en la profunda religiosidad que la anima- puede encontrarse con los principios de una ética basada en la fe en la trascendencia, que no puede no reconocer que los principios naturales han sido esculpidos en nuestro corazón según un programa de salvación. Si quedan, como ciertamente quedarán, márgenes no superponibles, no será́ diferente de lo que ocurre con el encuentro entre religiones diferentes. Y en los conflictos de fe deberán prevalecer la caridad y la prudencia.

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