PENSAR EN LA GUERRA / Umberto Eco
Hoy el mundo está al borde de otra guerra, me parece prudente re leer al lúcido de Umberto Eco en un texto fundamental sobre la guerra, después de este texto el Maestro Eco siguió escribiendo ensayos sobre la guerra que se recopilan en el el libro “A Paso de Cangrejo” que vale mucho la pena leer...
Mis Oraciones y un abrazo a todos
“Pensar la guerra” se publicó en La Rivista dei Libri, núm. 1, abril de 1991, en los días de la guerra del Golfo y se editó como parte del libro “Cinco Escritos Morales”
PENSAR EN LA GUERRA
Este artículo habla de la Guerra, con G mayúscula, como guerra «caliente» y guerreada por explícito consenso de las naciones, en la forma que adopta en el mundo contemporáneo. Como se lo entrego a la redacción en los días en que las tropas aliadas acaban de entrar en Kuwait City, es probable que —si no hay golpes de efecto— este artículo se lea cuando todos consideren que la guerra del Golfo ha logrado un resultado satisfactorio, porque sería conforme a los fines por los cuales se empezó esta guerra. En ese caso, hablar de la imposibilidad y de la inutilidad de la guerra resultaría una contradicción, porque nadie estaría dispuesto ya a considerar inútil o imposible una empresa que ha permitido alcanzar los resultados previstos. Con todo, las reflexiones que siguen debenvaler vayan como vayan las cosas. Es más, deben valer con mayor razón en el caso en que la guerra permita conseguir resultados «fructíferos», precisamente porque esto podría convencer a todos de que la guerra es aún, en ciertos casos, una posibilidad razonable. Mientras que es un deber negarlo.
Desde el principio de la guerra se han escuchado o leído varios llamamientos que reprochaban a los «intelectuales» no haber tomado el debido partido ante ese drama. Como la mayoría vocal que hablaba o escribía solía estar representada por intelectuales (en el sentido sindical del término), uno se pregunta quién pertenecía a la minoría silenciosa a la que se pedía un acto de palabra. Evidentemente, se trataba de los que no se habían pronunciado de manera «correcta», eligiendo una de las dos partes en juego. Una prueba de ello es que, día a día, si alguien se pronunciaba de forma contraria a las expectativas del otro, se lo tachaba de intelectual traidor, ya fuera belicista filocapitalista, ya fuera pacifista filoárabe.
La contraposición mediática dentro de la mayoría vocal hacía que cada uno se mereciera las acusaciones del otro. Los partidarios de la necesidad e ineluctabilidad del conflicto se presentaban como rancios intervencionistas; los pacifistas, en gran parte incapaces de sustraerse a los eslóganes y rituales de las pasadas décadas, se merecían en cada momento la acusación de querer que se rindieran los unos para premiar la beligerancia de los otros. Como rito de exorcismo, el que apoyaba el conflicto debía empezar afirmando lo cruel que era la guerra; el que se oponía, afirmando lo cruel que era Sadam.
En cada uno de estos casos y sin duda alguna, hemos asistido a un debate entre intelectuales profesionales, pero no a un ejercicio de la función intelectual. Los intelectuales como categoría son algo muy vago, ya se sabe. Diferente es, en cambio, definir la «función intelectual». La función intelectual consiste en determinar críticamente lo que se considera una aproximación satisfactoria al propio concepto de verdad; y puede desarrollarla quien sea, incluso un marginado que reflexione sobre su propia condición y de alguna manera la exprese, mientras que puede traicionarla un escritor que reaccione ante los acontecimientos con apasionamiento, sin imponerse la criba de la reflexión.
Por eso, decía Vittorini, el intelectual no debe tocar el clarín en la revolución. No para eludir la responsabilidad de una elección (que puede hacer como individuo), sino porque el momento de la acción requiere que se eliminen los matices y las ambigüedades (y ésta es la función insustituible del decision makeren cualquier institución), mientras que la función intelectual consiste en excavar las ambigüedades y sacarlas a la luz. El primer deber del intelectual es criticar a los propios compañeros de viaje («pensar» significa desempeñar el papel de Pepito Grillo). Puede suceder que el intelectual elija el silencio porque teme traicionar a aquellos con los que se identifica, pensando que, más allá de sus errores contingentes, al fin y al cabo persiguen el bien supremo para todos. Trágica elección, de la cual están llenas las historias, por la cual se ha visto a algunos ir a morir, buscando la muerte, en una lucha en la que no creían, porque pensaban que no se podía canjear la lealtad con la verdad. Pero la lealtad es categoría moral y la verdad es categoría teorética.
No es que la función intelectual esté separada de la moral. Es elección moral decidir ejercerla, como es elección moral la del cirujano cuando decide cortar la carne viva para salvar una vida. Pero en el momento en el que corta, el cirujano no debe conmoverse, ni siquiera cuando decide cerrar porque no vale la pena seguir operando. La función intelectual puede llevar también a resultados emotivamente insoportables, porque a veces hay problemas que deben resolverse demostrando que no tienen solución. Es elección moral expresar la propia conclusión; o callarla (esperando acaso que sea equivocada). Tal es el drama de quien, incluso por un solo instante, asume la tarea de «funcionario de la humanidad».
Se ha ironizado mucho, incluso por parte católica, sobre la posición del Papa, que ha dicho que no debe hacerse la guerra, ha rezado y ha ofrecido soluciones de recambio que se ven exiguas con respecto a la complejidad de los acontecimientos. Para justificarlo, amigos y enemigos han concluido que el pobre hombre sólo estaba haciendo su trabajo, porque no habría podido decir otra cosa. Es justo. El Papa (desde el propio punto de vista sobre la verdad) ha ejercido la función intelectual y ha dicho que la guerra no se debe hacer. El Papa debe decir que, si queremos practicar el Evangelio hasta el fondo, debemos poner la otra mejilla. Pero ¿qué hago si uno me quiere matar? «Arréglatelas tú», deberíadecir el Papa, «es asunto tuyo»; y la casuística sobre la legítima defensa intervendría sucesivamente sólo para compensar la humana fragilidad, por la que nadie está obligado al ejercicio heroico de la virtud. La posición es tan impecable que el Papa abandona la propia función intelectual y hace una elección política si (y cuando) añade algo que puede entenderse como una indicación práctica (y es asunto suyo).
Si es así, hay que decir que la comunidad intelectual, desde hace cuarenta y cinco años, no ha callado sobre el problema de la guerra. Ha hablado de él, y con tal empeño misionero que ha cambiado radicalmente la manera en que el mundo ve la guerra. Jamás como en esta ocasión, la gente ha sentido todo el horror y la ambigüedad de lo que estaba sucediendo. Aparte de unos pocos exaltados, nadie tenía ideas en blanco y negro. El hecho de que la guerra haya estallado igualmente es señal de que el discurso de los intelectuales no ha obtenido un éxito completo, no ha sido suficiente, no ha habido bastante espacio histórico. Pero esto es un accidente. El mundo mira hoy la guerra con ojos diferentes de aquellos con los que podía mirarla a principios de siglo, y, si alguien hablara hoy de la belleza de la guerra como la única higiene del mundo, no entraría en la historia de la literatura sino en la de la psiquiatría. Ha sucedido con la guerra lo que sucedió con el delito de honor y la ley del talión: no se trata de que ya nadie los practique, es que la comunidad los juzga un mal, mientras que otrora los juzgaba un bien.
Pero éstas serían todavía reacciones morales y emotivas (y a veces la misma moral puede aceptar excepciones a la prohibición de matar, así como la sensibilidad colectiva puede aceptar horrores y sacrificios que garanticen un bien mayor). Hay, en cambio, una forma más radical de pensar la guerra en términos meramente formales, de coherencia interna, reflexionando sobre sus condiciones de posibilidad, para concluir que no se puede hacer la guerra porque la existencia de una sociedad de la información instantánea y del transporte rápido, de la emigración intercontinental continua, unida a la naturaleza de la nueva tecnología bélica, ha hecho de la guerra algo imposible e irrazonable. La guerra está en contradicción con las mismas razones por las que se hace.
¿Cuál ha sido, en el transcurso de los siglos, la finalidad de una guerra? Se hacía una guerra para derrotar al adversario, de modo que se obtuviera un beneficio de su ruina, y de modo que nuestras intenciones —de obrar de una manera determinada para obtener un resultado determinado— se desplegaran táctica o estratégicamente para hacer irrealizables las intenciones del adversario. Con esa finalidad debían poder ponerse en el campo todas las fuerzas de las que cabía disponer. Por último, el juego se jugaba entre nosotros y el adversario. La neutralidad de los otros, el hecho de que nuestra guerra no los molestara (y que en cierta medida les permitiera obtener beneficios), era condición necesaria para nuestra libertad de maniobra. Ni siquiera la «guerra absoluta» de Clausewitz escapaba a estas restricciones.
Sólo en nuestro siglo nace la noción de «guerra mundial», una guerra que puede comprometer incluso a sociedades sin historia como las tribus polinesias. Con el descubrimiento de la energía atómica, de la televisión, de los transportes aéreos, y con el nacimiento de varias formas de capitalismo multinacional, se han verificado algunas condiciones de imposibilidad de la guerra.
1. Las armas nucleares nos han convencido a todos de que un conflicto atómico no tendría vencedores, sino un único perdedor: el planeta. Ahora bien, si en un primer momento nos dimos cuenta de que la guerra atómica era antiecológica, después nos convencimos de que toda guerra antiecológica era atómica, y de que, en definitiva, toda guerra, a estas alturas, no puede ser sino antiecológica. Quien lanza la atómica (o quien contamina el mar) declara la guerra no sólo a los neutrales, sino a la tierra en su conjunto.
2. La guerra ya no se produce entre dos frentes separados. El escándalo de los periodistas norteamericanos en Bagdad es igual al escándalo, de dimensiones mucho mayores, de millones y millones de musulmanes filoiraquíes que viven en los países de la alianza antiiraquí. En las guerras de antaño, los potenciales enemigos eran internados (o masacrados); a un compatriota que, desde el territorio enemigo, hablara de las razones del adversario, al final de la guerra se lo ahorcaba. Pero la guerra ya no puede ser frontal a causa de la naturaleza misma del capitalismo multinacional. Que Irak haya sido armado por las industrias occidentales no es un accidente. Está en la lógica del capitalismo maduro, que elude el control de los estados individuales. Cuando el gobierno norteamericano considera que las compañías de televisión hacen el juego al enemigo, aún cree que se encuentra ante un complot de los intelectualoides filocomunistas; simétricamente, las compañías de televisión creen que están encarnando la figura heroica de Humphrey Bogart, que hace escuchar por teléfono el ruido de las rotativas al gángster violento y sin escrúpulos, diciendo: «Es la prensa, amigo mío, y tú no podrás detenerla». Pero está en la lógica de la industria de la noticia vender noticias, a ser posible dramáticas. No es que los medios de comunicación de masas se nieguen a tocar el clarín en la guerra: sencillamente son una pianola que ejecuta una música transcrita anteriormente sobre su rodillo. De esta manera, ahora, en la guerra, cualquiera tiene al enemigo en la retaguardia, cosa que ningún Clausewitz habría podido aceptar.
3. Incluso si se amordazara a los medios de comunicación, las nuevas tecnologías de la comunicación permitirían flujos de información imposibles de atajar. Tampoco un dictador puede bloquearlos, porque utilizan infraestructuras tecnológicas mínimas a las que ni tan siquiera el dictador mismo puede renunciar. Este flujo de información desempeña la función que en las guerras tradicionales desempeñaban los servicios secretos: neutraliza cualquier acción de sorpresa y no es posible una guerra en la que no se pueda sorprender al adversario. La guerra produce una inteligencia generalizada con el enemigo. Pero la información hace más: da continuamente la palabra al adversario (mientras que la finalidad de toda política bélica es bloquear la propaganda adversaria) y desmoraliza a los ciudadanos de ambas partes con respecto a su propio gobierno (mientras que Clausewitz recordaba que es condición de la victoria la cohesión moral de los combatientes). Todas las guerras del pasado se basaban en el principio de que los ciudadanos, creyéndolas justas, estarían ansiosos por destruir al enemigo. Ahora, en cambio, la información, no sólo hace vacilar la fe de los ciudadanos, sino que los hace vulnerables ante la muerte de los enemigos: ya no es un acontecimiento lejano e impreciso, sino una evidencia visual insostenible.
4. Todo esto se entrelaza con el hecho de que, recuérdese a Foucault, el poder ya no es monolítico y monocípite: es difuso, está parcelado, es una continua aglomeración y disgregación de consensos. La guerra no enfrenta ya a dos patrias. Pone en competencia infinitos poderes. En este juego, centros de poder individuales se aventajan, pero a costa de los demás. Si la antigua guerra engordaba a los mercaderes de cañones, y esta ganancia hacía pasar a segundo plano el estancamiento provisional de algunos intercambios comerciales, la nueva guerra, si enriquece a los mercaderes de cañones, pone en crisis (y en todo el globo) a las industrias del transporte aéreo, de la diversión y del turismo, de los mismos medios de comunicación (que pierden publicidad comercial) y, en general, a toda la industria de lo superfluo —esqueleto del sistema—, desde el mercado de la construcción hasta el del automóvil. Ante la noticia de una guerra en curso, la bolsa subió a un máximo; un mes más tarde, la bolsa subía igualmente otro máximo ante los primeros atisbos de una paz posible. Ningún «cinismo» en el primer caso, o virtud en el segundo. La bolsa registra las oscilaciones del juego de los poderes. En la guerra, algunos poderes económicos se encuentran en competencia con otros, y la lógica de su conflicto supera la lógica de las potencias nacionales. Si la industria de los consumos estatales (como los armamentos) necesita tensión, la de los consumos individuales necesita felicidad. El conflicto se juega en términos económicos.
5. Por todas éstas y por otras razones, la guerra no se parece ya, como las guerras de antaño, a un sistema inteligente «serial», sino a un sistema inteligente «paralelo». Un sistema inteligente serial, usado, por ejemplo, para construir máquinas capaces de traducir u obtener inferencias a partir de algunos datos de información, es instruido por el programador de forma que tome, sobre la base de un número finito de reglas, decisiones sucesivas, cada una de las cuales depende de una valoración de la decisión previa, siguiendo una estructura en forma de árbol, constituida por una serie de disyunciones binarias. La antigua estrategia bélica procedía en ese sentido: si el enemigo ha movido las tropas hacia el Este, entonces debo prever que pretende proceder sucesivamente hacia el Sur; en ese caso, siguiendo la misma lógica, yo moveré mis tropas en dirección Noreste, para cortarle el camino por sorpresa. Las reglas del enemigo también eran las nuestras, y cada cual podía tomar una decisión, a su vez, como en una partida de ajedrez.
Un sistema paralelo, en cambio, confía a todas las células de una red la decisión de encajarse en una configuración final según una distribución de pesosque el operador no puede decidir o prever por adelantado, porque la red encuentra reglas que no ha recibido previamente, se automodifica para encontrar la solución, y no conoce la distinción entre reglas y datos. Es verdad que se puede controlar un sistema de este tipo (denominado «neoconexionista» o «de redes neuronales») controlando la respuesta dada con la respuesta esperada, y reajustando los pesos a través de experimentos sucesivos. Pero esto requiere: 1) que el operador tenga tiempo; 2) que no haya dos operadores en competencia que redistribuyan los pesos de manera mutuamente contradictoria; y, por último, 3) que toda célula de la red «razone» como célula y no como operador, es decir, no tome decisiones que deriven de haber hecho nferencias sobre la conducta de los operadores, y, sobre todo, no tenga intereses ajenos a la lógica de la red misma. En cambio, en un sistema de parcelación del poder, cada célula reacciona según los propios intereses, que no son los del operador y nada tienen que ver con las tendencias autodinámicas de la red. En consecuencia, si la guerra —aun metafóricamente— es un sistema neoconexionista, se desarrolla y reorganiza independientemente de la voluntad de los dos contendientes.
Los estados de equilibrio de una red neuronal no pueden determinarse con anterioridad, según Arno Penzias (Ideas e información: la gestión en un mundo de alta tecnología, Madrid, Fundesco, 1990, pp. 83-84): «Se sabía que las neuronas (células cerebrales) se activaban eléctricamente (encendido) cuando se las estimulaba a través de sus conjuntos multirramificados de conexiones de entrada (llamadas dendritas). Una vez conectada, una neurona emite señales eléctricas a través de un conjunto de conexiones de salida (llamadas axones) (…) Como el encendido de cada neurona depende de la actividad de muchas otras, no es fácil entender qué es lo que debe ocurrir y cuándo. (…) Dependiendo de su particular distribución de conexiones sinápticas, cada sistema nervioso simulado de cien neuronas tenía su propio conjunto de situaciones posibles de equilibrio (sobre un total de un quintillón —1030— de posibilidades)».
Si la guerra es un sistema neoconexionista, ya no es un fenómeno en el que el cálculo y la intención de los protagonistas tenga valor. Por la multiplicación de los poderes en juego, se dispone según distribuciones de pesos imprevisibles. Por consiguiente, es posible también que pueda acabar y que la configuración final sea conveniente para uno de los contendientes, pero en línea de principio, al desafiar todo cálculo decisional, la guerra está perdida para ambos. Con respecto a nuestra metáfora, la actividad frenética de los operadores para controlar la red, que recibe impulsos contradictorios, hará que salte, que se quede bloqueada: el fin probable de la guerra es el tilt. La antigua guerra era como una partida de ajedrez en la que, no sólo cada uno podía apuntar a comerle el mayor número posible de piezas al adversario, sino sobre todo a llevarlo (especulando sobre la manera en que seguía las reglas) al jaque mate. En cambio, la guerra contemporánea es como una partida de ajedrez en la que ambos jugadores (trabajando en una misma red) comen y mueven piezas de un mismo color (el juego no es blanco y negro, es monocolor). La guerra es un juego autófago.
Ahora bien, afirmar que un conflicto ha acabado siendo provechoso para alguien en un momento determinado implicaría que se identificara el provecho «en un momento determinado» con el provecho final. Pero habría momento final si la guerra fuera todavía, como quería Clausewitz, la continuación de la política por otros medios (por lo que la guerra acabaría cuando se alcanzara un estado de equilibrio que consintiera el regreso a la política). Pero, en nuestro siglo, es la política de la posguerra la que constituirá siempre y de todas formas la continuación (por cualquier medio) de las premisas planteadas por la guerra. Vaya como vaya la guerra, al haber provocado una redistribución general de los pesos que no puede corresponder plenamente a la voluntad de los contendientes, la guerra se prolongará en una dramática inestabilidad política, económica y psicológica durante décadas venideras, que no podrá sino producir una «política guerreada».
Por otra parte, ¿de verdad ha sido diferente alguna vez? ¿Está vedado pensar que Clausewitz no tenía razón? La historiografía relee Waterloo como el choque entre dos inteligencias (porque hubo un resultado), pero Stendhal la supo leer en términos de casualidad. Decidir que las guerras clásicas producían resultados razonables —un equilibrio final— deriva de un prejuicio hegeliano, por el que la historia tiene una dirección y el resultado de una mediación verifica tesis y antítesis. No hay prueba científica (ni lógica) de que la organización territorial del Mediterráneo después de las guerras púnicas, o la de Europa después de las guerras napoleónicas, deba identificarse con un estado de equilibrio.
Podría identificarse con un estado de equilibrio que no se habría verificado si no hubiera estallado la guerra. El hecho de que la humanidad haya practicado, durante decenas de millares de años, la guerra como una solución para los estados de desequilibrio no es más probatorio que el hecho de que, en el mismo período, la humanidad haya decidido resolver desequilibrios psicológicos recurriendo al alcohol o a substancias de igual efecto devastador.
Y aquí se introduce el argumento del tabú. Ya sugirió Moravia que, si consideramos que después de siglos y siglos la humanidad decidió elaborar el tabú del incesto porque se dio cuenta de que la endogamia estricta daba resultados negativos, podríamos haber llegado al punto en el que la humanidad advierta la necesidad instintiva de declarar tabú la guerra. Se respondió, con realismo, que un tabú no se «proclama» por decisión moral o intelectual, se forma a lo largo de los milenios en lo más recóndito y oscuro de la conciencia colectiva (por las mismas razones por las que una red neuronal podría alcanzar ella sola, al final, una situación de equilibrio). Sin duda, un tabú no se proclama: se autoproclama. Pero hay aceleraciones de los tiempos de crecimiento. Para darse cuenta de que al unirse a la madre o a la hermana se bloqueaba el intercambio entre los grupos, se necesitaron decenas de millares de años, tal y como parece que se necesitó mucho tiempo antes de que la humanidad determinara una relación de causa y efecto entre acto sexual y embarazo. Pero para darse cuenta de que con una guerra las compañías aéreas cierran han sido suficientes dos semanas. Es compatible, pues, con el deber intelectual y con el sentido común anunciar la necesidad de un tabú, que, aun así, nadie tiene la autoridad de proclamar, fijando sus tiempos de maduración.
Es deber intelectual proclamar la imposibilidad de la guerra. Aunque no hubiera solución posible. A lo sumo, recordar que nuestro siglo ha conocido unaexcelentealternativa a la guerra, es decir, la guerra «fría». Ocasión de horrores, injusticias, intolerancias, conflictos locales, terror difuso, la historia al final deberá admitir que ha sido una solución muy humana y porcentualmente blanda, que ha visto incluso vencedores y vencidos. Pero no es competencia de la función intelectual declarar guerras frías.
Lo que algunos han interpretado como el silencio de los intelectuales sobre la guerra ha sido, quizá, el temor de hablar de ella en caliente a través de los medios de comunicación, por el simple hecho de que los medios de comunicación forman parte de la guerra y de sus instrumentos, y, por lo tanto, es peligroso considerarlos territorio neutral. Además, los medios de comunicación tienen tiempos diferentes de los de la reflexión. La función intelectual se ejerce siempre con adelanto (sobre lo que podría suceder) o con retraso (sobre lo que ha sucedido); raramente sobre lo que está sucediendo, por razones de ritmo, porque los acontecimientos son siempre más rápidos y acuciantes que la reflexión sobre los acontecimientos. Por eso Cosimo Piovasco di Rondò vivía encaramado a los árboles: no para sustraerse al deber intelectual de entender el propio tiempo y participar en él, sino para entenderlo y participar mejor.
Ahora bien, aun cuando elige espacios de silencio táctico, la reflexión sobre la guerra requiere al fin que este silencio se manifieste en voz alta. Con la conciencia de las contradicciones de una proclamación del silencio, del poder persuasivo de un acto de impotencia, del hecho de que el ejercicio de la reflexión no exime de la asunción de responsabilidades individuales. Pero el primer deber es decir que la guerra hoy anula toda iniciativa humana, e incluso que su misma finalidad aparente (y la victoria aparente de alguien) no puede detener el juego, a estas alturas autónomo, de pesosenredados en su misma red. Porque un peso «cuando es un peso, pende, y lo que pende depende… y aún quiere bajar, porque el próximo punto supera por lo bajo al que cada vez suspende… El peso no puede ser persuadido» (Michelstaedter).
Este descenso no puede justificarse, porque —en términos de derechos de la especie— es peor que un delito: es un despilfarro inútil.
Comentarios
Publicar un comentario