"El horror, el horror."
“El maestro Gaos se preguntó una tarde por qué, si había tantos intentos de probar la existencia de Dios no había ninguno que tratara de probar la existencia del demonio. Nos miró, sonrió y respondió con otra pregunta: "¿Acaso porque es evidente por sí misma?"”
- Hugo Hiriart - La Maldad Porque sí
Cada 6 de agosto personalmente hago el ejercicio de recordar y orar por las víctimas de la bomba atómica lanzada en Hiroshima, Japón. Si, por los cientos de miles de inocentes que murieron ese día, en los días, semanas y años posteriores a causa de las secuelas de la bomba, pero también a tres generaciones que vivimos con el horror de la guerra nuclear acechando nuestros días.
¿Hoy te sientes vulnerable por la pandemia? ¿Los primeros días sentías desazón, angustia, un miedo que te superaba por saber que había algo ahí afuera, que no podías controlar ni ver, ni mucho menos esquivar que te podía costar la vida? Bien, así es cómo crecimos y vivimos todos aquellos que habitamos el mundo desde el 6 de agosto de 1945 hasta la caída del muro de Berlín el 9 de noviembre de 1989. Vivimos con el horror de una guerra nuclear soplándonos la nuca.
Hoy quiero, a manera de conmemoración, para mantener viva la memoria, citar aquí extractos de un texto del colombiano Juan Gabriel Vásquez quien fue el traductor del celebérrimo reportaje de John Hersey sobre Hiroshima. En esta texto Vásquez intenta desarmar, valiéndose, entre otras cosas, del testimonio de Hersey, el mito sobre la necesidad de arrojar la bomba.
Hiroshima es quizá el artículo de revista más famoso que se ha publicado, cito a Velásquez sobre el texto:
“En medio de las reflexiones por escrito posteriores al 6 de agosto del 45, en medio de la obsesión por justificar la bomba como abstracción bélica o instrumento de la venganza merecida, casi nadie en Estados Unidos se paró a pensar que debajo de la bomba había gente. Hersey lo hizo. Se trató, por supuesto, de una conspiración: en marzo del 46 William Shawn, editor ejecutivo del New Yorker, llevaba varios meses preocupado por la conspicua ausencia de lo humano en las publicaciones que hablaban de Hiroshima. Los cables fueron y vinieron, y Hersey, apostado en Shangái como corresponsal conjunto del New Yorker y Time, decidió pasar tres semanas de mayo en Japón. Vio, preguntó, investigó, y presentó un resultado de 150 páginas que los editores pensaron, en un principio, publicar en cuatro partes. Shawn sugirió que se hiciera en una sola; los debates duraron más de una semana; al final, en completo secreto, eso fue lo que se decidió. El 31 de agosto del 46, un artículo, un solo artículo de un solo autor, cubrió todas las páginas de la revista, excepto las dedicadas a la cartelera de teatro. He dicho que se trató del artículo más famoso del mundo. Hay un muestrario de reacciones que lo corrobora; hay, también, un inventario de anécdotas. Que la revista haya sido comentada y elogiada en otras publicaciones es extraordinario, pero que haya sido reseñada como si se tratara de un libro es casi anormal. Que Einstein haya ordenado mil ejemplares de la revista es una curiosidad de museo, sobre todo porque su solicitud no pudo ser atendida. El texto fue leído (entero, sí) por radio; cuando apareció en forma de libro, se tradujo con presteza en todo el mundo... o casi. La única traducción en nuestra lengua se hizo en Argentina, en los años sesenta, y ese texto, cuya calidad elogian quienes lo conocen, es hoy una especie de unicornio de los libros, algo de lo que pocos hablan pero que casi nadie ha visto.”
Reproduciré a continuación fragmentos del texto “Hiroshima y la mentira atómica” de Velásquez:
[…] La traducción, que suele ser la forma más perfecta de lectura, es en este caso (no podía ser de otro modo) una contaminación perfecta. En la página 44 leemos: "El hombre trajo también a dos personas horriblemente heridas —una mujer a la cual le había sido arrancado un seno y un hombre cuya cara estaba en carne viva..." En la página 65: "Sus caras completamente quemadas, las cuencas de sus ojos huecas, y el fluido de los ojos derretidos resbalando por las mejillas." Traducir Hiroshima es contaminante por lo que tiene de distracción: porque el proceso consiste en evitar la imagen del pecho arrancado, de los ojos líquidos, durante los segundos que se tarda en encontrar la nueva sintaxis o en ceder a la necesidad de los adverbios, ese mal necesario de nuestro idioma. Cuando se dice slowly, explica Borges en alguna parte, la voz hace hincapié en slow; cuando se dice "lentamente", la voz se recuesta en mente. Y así ocurre que uno está viendo la imagen de los kimonos calcados por el calor sobre la piel de las mujeres, y su cabeza está pensando en lo que decía un escritor argentino, en cierta dificultad —en cierta antipática dificultad— de la lengua española.
[…] Hersey explica que quiso escribir acerca de lo sucedido no a los edificios, sino a los seres humanos. Sin embargo, las imágenes que nos persiguen con más insistencia —sí: Hiroshima es uno de esos libros-espectro, capaz de despertarlo a uno por las noches— suelen ser los materiales. "En algunos lugares la bomba había dejado marcas correspondientes a las sombras de las formas que su luz había iluminado", escribe Hersey. "Algunas siluetas vagamente humanas fueron encontradas, y esto dio origen a leyendas que eventualmente llegaron a incluir detalles imaginativos y precisos. Una de las historias contaba que un pintor subido en su escalera había sido perpetuado, como monumento de bajorrelieve, en el acto de mojar su brocha en el bote de pintura, sobre la fachada de piedra del banco que pintaba; otra, que en el centro de la explosión, sobre el puente que hay cerca del Museo de la Ciencia y la Industria, un hombre y su carruaje habían sido proyectados en forma de una sombra repujada que revelaba que el hombre había estado a punto de azotar a su caballo."
[…] Primero leemos que "la bomba... no era para nada una bomba; era una especie de fino polvo de magnesio que habían rociado sobre la ciudad entera y que explotaba al entrar en contacto con los cables de alta tensión del sistema eléctrico de la ciudad". Y dos páginas más adelante: "Cerca de una semana después de que cayera la bomba, un rumor vago e incomprensible llegó a Hiroshima: la ciudad había sido destruida por la energía que se libera cuando los átomos, de alguna manera, se parten en dos." El lector imita el tránsito de los personajes, ese viaje necesario y dolorosamente inútil entre la ignorancia y el conocimiento[…]
La bomba atómica, o nuestra percepción de ella, está hecha de frases. "Dios mío, ¿qué hemos hecho?", una de las más célebres, es del copiloto del Enola Gay (y tiene ese tono de contrición inmediata que suele tranquilizar a muchas conciencias). En una frase, Oppenheimer dijo que la bomba atómica no era más que "un gran estallido"; en otra, Henry Stimson aseguró que el único propósito de la bomba era "salvar vidas". Stimson, por supuesto, llegó a ser secretario de Guerra de la administración Truman; fue, también, redactor del texto que durante muchos años —durante toda la Guerra Fría, por lo menos— formó la opinión de la inmensa mayoría de los estadounidenses acerca de los bombardeos. El texto se titula, con notoria falta de imaginación, "La decisión de usar la bomba atómica". Fue publicado dos años después de usada la bomba, y pocos meses después de la aparición de Hiroshima en el New Yorker; fue, de alguna manera, la respuesta oficial a las perturbadoras revelaciones de Hersey. No estoy seguro de que la importancia de este artículo haya sido medida o comprendida por nosotros, los hijos de la era nuclear; de ahí, de esas páginas, salieron las convicciones —la tranquilidad, la esperada redención— de ciudadanos, políticos y militares ansiosos de justificar el exterminio de unos 150 000 civiles. (De esas páginas salieron argumentos que más de treinta años después sirvieron a Reagan, un actor de cine barato generalmente incapaz de armar sus propios argumentos, para defender el lugar común de su presidencia: la carrera armamentista. Pero Reagan sería, en este momento, una digresión demasiado onerosa.) Las convicciones de las que hablo, las razones por las cuales era inevitable arrojar Little Boy sobre la ciudad de Hiroshima, son, básicamente, tres: que la bomba y sólo la bomba forzó la rendición incondicional del emperador Hirohito; que la única opción disponible era prolongar la guerra cerca de un año, el tiempo que tardaría una invasión; que en el curso de ese año morirían alrededor de un millón de soldados estadounidenses. Ah, las frases: ese artículo está lleno de ellas.
Pero luego hay dos declaraciones curiosas, dos conjuntos de frases que han movido, sacudido, incomodado a los estadounidenses, militares o no, durante más de medio siglo. La primera explotó (es el verbo justo) cinco años después de las bombas. "Es mi parecer que el uso de esta arma bárbara en Hiroshima y Nagasaki no representó ninguna ayuda sustancial en nuestra guerra contra el Japón. Los japoneses ya estaban derrotados y listos para rendirse..." William Leahy, el perpetrador, no era un pacifista ni un ecólogo inocente; era un almirante de cinco estrellas, jefe de Estado Mayor de Roosevelt y de Truman, y amigo personal de este último. La segunda declaración vino trece años después, en plena Guerra Fría: "Le expresé mis serias dudas, primero sobre la base de mi convicción de que Japón ya estaba derrotado y que arrojar la bomba era completamente innecesario, y en segundo lugar porque creía que nuestro país debía evitar escandalizar a la opinión mundial mediante el uso de un arma cuyo empleo ya no era, creía yo, obligatorio como medida para salvar vidas estadounidenses." Quien habla es Dwight Eisenhower, comandante de las Fuerzas Aliadas contra Hitler y luego presidente de Estados Unidos (es decir, ni un pacifista ni un ecólogo inocente). La persona que escucha es Henry Stimson.
[…] si Japón ya estaba derrotado ese 6 de agosto del 45, si no es cierto que la bomba salvó miles de vidas estadounidenses, si el mito de la bomba atómica era eso, un mito, si las políticas de deterrence —la famosa disuasión, el cliché nuclear por excelencia—, la polarización del mundo, la carrera de ojivas y las pruebas nucleares de Francia y Rusia y China y Gran Bretaña, de la India y Pakistán, si todo eso había salido de una gran, elaborada mentira, ¿quiénes eran los vencedores de la Segunda Guerra? ¿Y dónde quedaba el siglo XX?
Hoy se da por sabido entre los historiadores algo que Truman omitió en sus memorias con la desfachatez propia de algunos memorialistas: que la primavera de 1945 trajo consigo la derrota absoluta, aunque no declarada ni hecha pública, del Japón. En abril los estadounidenses ocuparon Okinawa, y quedaron, por lo tanto, a un paso de Tokio; también por esos días la URSS manifestó que no renovaría su pacto de neutralidad con el emperador. La entrada de la URSS a la guerra, por supuesto, era lo peor que podía pasarle a las perspectivas japonesas, una especie de desahucio, de condena anticipada. La radio de Tokio anunció un programa de construcción de aviones de madera; otro, para fomentar el consumo de bellota molida en lugar de arroz. Así de desesperada era la situación japonesa: su capital bélico (y esto lo sabían los aliados) se había reducido a niveles de caricatura; la materia prima de su vida era casi inexistente. No es para sorprenderse, entonces, que Japón haya comenzado a principios de 1945 a tantear la posibilidad de una rendición negociada. De Suecia a Moscú, enviados o embajadores japoneses estaban soltando sondas de paz, seudópodos extraoficiales pero no por ello menos autorizados. En toda esa información, en todas esas pruebas coleccionadas con diligencia por espías aliados, había una sola solicitud, tan humilde que no es posible llamarla condición: para rendirse, los oficiales japoneses pedían la preservación del emperador y la posibilidad de regresar a la Constitución de 1889. Digamos que todo esto seguía siendo extraoficial, y que eso explica los oídos sordos de los aliados. Pero el 13 de julio, tres semanas antes de la bomba, la inteligencia estadounidense interceptó un mensaje particular. Lo enviaba el ministro de Exteriores al embajador japonés en Moscú; en otras circunstancias, semejante hallazgo habría bastado para terminar la guerra, cualquier guerra, en cuestión de horas (pero en este caso, horas antes de Hiroshima y de Nagasaki). "Su Majestad el Emperador, consciente de que la actual guerra trae cada día peores males y sacrificios a los pueblos de las potencias beligerantes, desea de todo corazón que sea rápidamente terminada." Éste y los demás cables interceptados se mantuvieron en secreto total hasta 1960, cuando se reveló apenas su existencia. Entonces se confirmó también que Truman y su gabinete habían conocido su contenido, pero no fue revelado de qué contenido se trataba. El grueso de los textos comenzó a darse a conocer en 1978; los que seguían siendo secretos fueron desclasificados por completo, y puestos a disposición de los investigadores sólo a mediados de los años noventa. Sea como sea, la liberación de los documentos relacionados con la bomba atómica —uno los imagina como rehenes de un loco, saliendo del secuestro en fila india, uno por uno— ha dejado también otras certezas. Una de ellas es la discusión, seria y extensa, acerca de la opción de hacer una demostración con la bomba, en lugar de lanzarla sobre una ciudad sin que el mundo supiera de su existencia; es decir, de disuadir, en el sentido del término moderno. Ésa es la verdadera intención de quienes han llevado a cabo pruebas atómicas desde el fin de la Segunda Guerra. Las pruebas estadounidenses en el atolón Bikini o las francesas en el desierto del Sahara son eso, un perro mostrando los dientes. Truman tuvo la oportunidad de disuadir, de forzar la rendición japonesa sin exterminios de ningún tipo, y no lo hizo, entre otras cosas —aquí va una certeza más— porque no era a Japón a quien le interesaba disuadir, sino a la URSS.
[…] Ahora podemos leer, en el diario de Henry Stimson, que "la forma de lidiar con Rusia era callarnos la boca y dejar que nuestros actos hablaran en lugar de nuestras palabras". Leo Szilard, uno de los cracks científicos del Proyecto Manhattan (y, dicho sea de paso, quien convenció a Einstein de que participara en él), se reunió en mayo del 45 con James Byrnes, secretario de Estado de Truman. Mucho después escribió esto:
El señor Byrnes no argumentó que fuera necesario usar la bomba contra las ciudades de Japón para ganar la guerra. Él sabía en ese momento, igual que sabía el resto del gobierno, que Japón estaba esencialmente derrotado y que en seis meses más habríamos podido ganar la guerra. En ese momento el señor Byrnes estaba muy preocupado por la propagación de la influencia rusa en Europa... [En opinión del señor Byrnes] nuestra posesión y demostración de la bomba harían que Rusia fuera más manejable en Europa...
Así es la cosa: Truman, convencido de que la demostración de la bomba le permitiría dictar los términos de la política mundial e imponerlos a la amenaza comunista, eligió a 150 mil civiles como ratas de laboratorio, eligió dos ciudades enteras como gigantescos polígonos[…]
Hasta aquí las citas al texto de Juan Gabriel Velázques…
Bien, a todas luces el asesinato de 150,000 personas en Hiroshima, la destrucción de dos ciuadades y el trauma causado al mundo por estos hechos fueron actos incesarios y criminales, como cada año, sólo les pido que no olviden, que no olviden lo que pasó un 6 de agosto de 1945, que no olviden que Estados Unidos es el único país que ha usado el horror nuclear contra seres humanos indefensos y que además, lo uso sin sentido, en un claro y flagrante crimen de guerra que hasta la fecha sigue impune.
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